Desde el carro

Pablo Makovsky

La noche americana
Le digo a Héctor Rio que muchas de sus fotos me recuerdan la “noche americana”, aquél recurso del cine que consistía en subexponer la película en el rodaje durante el día, de modo que parece que la escena sucede de noche. No, claro que no es así. Pero el efecto “noche americana” me vuelve al mirar la serie.
A mí esto de la “noche americana” me dice algo. Y no me importan las explicaciones técnicas —que no usó flash, qué apertura de diafragma o qué velocidad usó—: hay algo que se irradia en esas imágenes, en sus objetos, que los vuelve algo así como una escena filmada (“tomada”, en este caso) con aquella vieja técnica. Tal vez, el modo en que irrumpe algo de otro orden, así como en los films de los 40, en el western sobre todo, el cowboy avanzaba por una calle oscurecida mediante un truco y debíamos percibir en ese artificio lo real del peligro, el dato de la noche que anunciaba un nuevo rumbo en la trama.
Tal vez lo que veo antes que nada en estas fotos es el artificio de Héctor o, mejor, sus elecciones; llamémosle la “ética” de sus elecciones: las imágenes movidas, la foto que no acaba en la imagen que nos muestra sino, como sucede en la mayoría, que se nos anuncia. Propone una sinécdoque: el caballo por el carro, un nailon arrugado casi al frente de la cámara por la basura, unas cuadras débilmente iluminadas, una verdulería, un negocio en una esquina o un colectivo por la ciudad.
La “noche americana” nos decía —nos mostraba—, con su truco rudimentario, hoy que las exigencias de verosimilitud son tan rigurosas, que esa noche tenía valor para la historia, sólo para esa historia, que era única y lo era gracias a ese artificio que la volvía irreal. Las fotos desde el carro deslizan algo parecido: no son los cirujas, no es la pobreza, son esos carros en particular, que tienen nombres —“Carlos”, “Juan”— y están en esa calle particular, en ese barrio, a esa hora. Mostrarlos, según elige Héctor Rio, exige un artificio que también los oculta, los enmascara. Me acuerdo de aquella línea de Oscar Wilde en sus Diálogos, “Pónganle a un hombre una máscara y dirá la verdad”. La cita podría guiarnos para entender el trabajo de Héctor en esta serie: el carro es una máscara en la imagen.

Las dos historias
Está aquello de que un cuento cuenta dos historias, una visible y otra oculta. Se entiende que el cuento es un aparato estético, lo mismo que estas fotos, de las que podría decirse que muestran dos cosas: una visible y otra oculta.
Que las imágenes enseñan a gente que buscan en la basura es sólo la mitad de lo que vemos. De hecho, es el punto de vista (esto de que Héctor tome las fotos subido a un carro) lo que provoca que muchas veces veamos el carro y la basura como parte de lo mismo. De lo que se trata, en verdad, es de la ciudad. Si hay una historia B, una historia menos visible en estas fotos, es la de cómo se atraviesan los distintos espacios de la ciudad. Como si dijéramos: vamos a pasear por los distintos estratos de la movilidad social.
Así expresado parece un chiste. Y no tiene por qué no serlo.
Por ejemplo. Veamos esa foto que llamaremos “Miami Beach” (8-004): “Miami Beach” es lo que está bordado en la gorra de un chico que va en el carro —que va en el carro lo sabemos porque conocemos la serie, por fuera de este grupo de fotos podría ser cualquier otra situación. Detrás hay un auto, no necesariamente uno de alta gama, pero bastante nuevo, de líneas curvas corridas por el movimiento de la cámara. La misma luz que corona la gorra del chico destella en el guardabarros del auto, que está estacionado y tiene las luces apagadas. Cómo llegó ese gorro y esa leyenda a esa cabeza y a ese carro es lo que cuentan estas fotos: imágenes de la movilidad social con tracción a sangre.
No me acuerdo bien ahora del título —y las pruebas con Google no tiran grandes resultados—, pero recuerdo un western de Anthony Mann en el que Walter Brennan representaba a un conductor de diligencias —que a la postre también son carros— al que apodaban “California”, no porque proviniera de allí, sino porque su sueño era llegar un día a California. Así, “Miami Beach”, en esa gorra, viene a señalar un destino que pertenece a un orden intermedio, en tránsito: está en la duermevela social.
Otra foto, la llamaremos “Carpeta” (5-010): uno de los conductores del carro hurga en un container de basura. Sobre la pared de una vivienda de barrio se proyecta la horqueta enorme del árbol y, a un costado, pasa un hombre joven con una carpeta en la mano. Las manos del hombre del carro están metidas en el hueco del container, manipulando los desperdicios —cosa que intuimos— y allá, en profundidad de campo, como sucede en el cine, vemos eso que es necesario manipular en ese otro estrato social y que cabe —al menos metafóricamente— en la carpeta.
“Adidas”, a esta foto la llamo “Adidas” (3-021): la cámara está fuera del carro —acaso encima de otro—, que avanza a cierta velocidad y va a sobrepasar la posición en la que está el punto de vista. En el carro va una muchacha (eso parece) y un joven. Ella tiene un buzo claro en cuyo centro leemos “Adidas”. Atrás, la luz —la de las lámparas de la calle, que son también protagonistas en la serie— llena la pared de un edificio, un edificio de unos 60 años, algo así, porque la ciudad en estas imágenes es también una sinécdoque: “la” ciudad. Entonces, ese perfil urbano que asoma en la imagen, esa pared que refulge detrás del carro, adquiere también la dimensión del sueño: la ciudad delineada hace tiempo, un paisaje que se acomoda en el tiempo y se hace visible en la medida en que los carros dejan una estela en él. “Adidas”, la leyenda y la marca en el buzo de nuestra muchacha, nos dice en ese marco lo mismo que “Miami Beach” en la otra foto: las marcas sociales tienen un destino inacabado y ajeno, como el personaje de Anthony Mann.
Y también está “La bolsa” (3-013): vemos el caballo que tira el carro, un perro que se cruza a la izquierda —y hay que decir que las composiciones de Héctor tienen esa propensión a la simetría, a lo geométrico: por lo general tres elementos que le dan forma al cuadro interior— y, como un punto blanco y cuadrado, una bolsa de un comercio, de cartón o papel, que lleva una mujer (eso parece) en la mano. Si bien resulta casi insondable de qué calle se trata, se percibe, por las rejas de un edificio, por lo iluminadas que están las entradas de algunas casas, que es una calle cercana a alguna vía central. La mujer, entonces —de la que vemos el contorno borroneado por el movimiento—, avanza en sentido contrario al carro y lleva en la mano la bolsa de papel que trae de alguna compra. Qué es no lo sé, pero se adivina que allí no hay “mandados”, es decir, que no es una compra que satisfaga necesidades básicas, sino algo —acaso necesario— que la misma bolsa podría señalar como “suntuoso”, como un extra (ropa, un adorno para la casa). La presencia del carro le “hace sombra” a la bolsa —metafóricamente hablando—, como si le señalara su trivialidad y su destino; no sólo porque la bolsa puede ir a parar a la basura, sino porque algo del desecho ya está presente en esa bolsa, ahora que la vemos a la luz del carro. En realidad, el carro enseña la irrupción de otra ciudad en la ciudad más visible, pero, lo que resulta más inquietante acaso: también señala una grieta en un mundo que es otro y el mismo.
Y es que Héctor lo dice. Cuando vimos estas fotos en papel, un mediodía, en casa, me dijo: “No estoy contando la historia de los cartoneros pobres de Rosario, es más bien un recorrido urbano desde el carro”.

El otro
Porque, a fin de cuentas, se trata del otro. ¿Cómo fotografiar al otro?
Las especulaciones de Edgar Morin en El cine o el hombre imaginario, llevaron al genio de Ángel Faretta a señalar cómo se realizó el pasaje de la fotografía al cine —concepto que aquí usaremos lateralmente. Sin embargo, Faretta decía que lo fundamental de ese pasaje, además de la presencia de un relato, es el hecho de que la imagen fotográfica, para que dé lugar al cine, necesita un “más allá” de la imagen, algo que está fuera de la representación y que el relato, la sucesión de imágenes, construye. Así, y cito de memoria, la filmación que hacen los hermanos Lumiérè de sus obreros que salen de la fábrica es, ni más ni menos, el rodaje de una cámara de vigilancia, la filmación —ya que estamos cinéfilos— de “ciudadanos bajo sospecha”. La diferencia, volviendo a estas fotos de Héctor, está entonces en la elección: la cámara de vigilancia o esa otra cuyo horizonte no se agota en la foto misma, sino que empuja fuera del cuadro.
Así el otro, retratado en su hacer —el carro, la basura, el recorrido urbano—, sigue siendo otro, la foto es ahora un puente hacia la otra orilla y el espectador, el que mira, se encuentra en tránsito.


«Y desde allí
ver pasar todas las cosas

Sin entrar ni salir”


Roberto Juarroz




VELADO, REVELADO, REBELADO



Ante todo es un problema del acento. Ninguna pequeñez, toda una elección el título de este catálogo, muestra, trabajos de amor y de mirada: EL ADENTRO, EL AFUERA. Con solo poner él adentro, él afuera, dejarían de ser ámbitos, lugares, metáforas de lo humano, para retratar al mismo fotógrafo en su transitar.

¿Pero adentro y afuera de qué? De la cárcel del hombre, como cazador oculto, de la cámara que revela, se rebela y vela todo signo de énfasis para que la dignidad humana encuentre su sombra, su pedazo de luz, su cuerpo en el colchón, su percha sin ropa ni ropero, inútil, en una pared también inútil?

Presentado el fotógrafo busco al entrañable Héctor Rio y su camino reiterado hacia la cárcel, sus personajes, que se repiten en historias interrumpidas por la sombra, la quietud, el movimiento de la foto para que lo dramático sea más dramático por ser liviano, por enturbiar la mirada y proteger al que se expone del dolor, y sobre todo, de cualquier piedad en oferta y cualquier identificación desgarradora.

Y esto sucede todo el tiempo, porque el «mirador» busca en la cárcel otra cosa. Ni prontuarios, ni juicios, ni siquiera vínculos con los demás, con los que no están, estando. Dice otra cosa que lo que dice, algo más amplio que atraviesa lo social, se hunde en el detalle, la parte por el todo, para que el poema visual hiera su luz en la grieta de lo humano, se amplifique, creando ambigüedad.

Y por supuesto, la fotografía lo ayuda, pero él lleva en su historia el suceso del reportero gráfico, la insistente terquedad de hacer memoria de la ausencia, tan luego con las formas, con la luz, con los cuerpos presentes. Tan luego en el país donde chorrea el agujero de la espera, del tango que no vuelve, las flores sin destino.

¿Entonces qué es el encierro, qué es el afuera y el adentro?
Hay que trabajar mucho para encontrar esa sutileza, una cárcel casi sin rejas, telas que no son banderas, dividen noches, intimidades, telones del que hace marchar su juventud con la libertad en la gorrita.
Blanco y negro, foto cortada, ventanas, puertas sacadas de lugar, puertas abiertas, ventanas sin vidrios ni marcos, como pozos del mirar o pasos del ocurrir, hombres que dialogan con su sombra, marcas que son tatuajes de una piel gastada, corroída, árboles secos, puro invierno en camiseta, bellos rostros humanos, seres que parecen proteger al mate, la comida, a los demás; personas que hicieron una casa en donde están e inventan comunidades donde pueden. Piel cetrina, ojos intensos, sensualidades masculinas en flor que no logran tapar la veladura, ni el recorte, ni el respeto de no ser.

Hay una manera en que el fotógrafo enfrenta a las personas que se parece al retrato del recato, al roce de la ternura de una verdad tan feroz como poética.
Y también está todo lo no dicho que es también, adentro y afuera y el silencio, la inmovilidad que tienen las cosas sin los cuerpos. Las fotos, la mochila colgada del que viaja en la celda, el ladrillo visto mal pintado de cal, tránsito que se duerme, se aquieta, se sutura el tiempo, se para el reloj y la vida misma, porque la foto nació para ignorar la muerte, al menos la otra muerte, la de los cuerpos desvanecidos .

Rara profesión, apasionante, mirar por una cámara, callar, esperar darnos paz al que se muestra y lo mostrado; correr y palpitar por dentro porque apareció el momento, porque lo mostrado es más de lo que se muestra, o la otra cosa también, la foto, de la foto, de la foto, de la foto en la pared de alguien tan amado, como para atravesar cámara, tras cámara y terminar descolorido junto al dentífrico, vivo, palpitante, en un afuera idealizado como los senos de un almanaque de gomería.

Piletas en secuencia que pueden ser de manicomios, baños de monjas represoras, orfanatos del siglo XIX, cárceles de hoy que dicen ropa, platos, y podríamos seguir: dicen trato, paso, copa, popa, harto, llanto, canto; y en secuencia, desordenada secuencia, las camas y las mesas y Canal Luz para que la fe los acompañe.

Qué palabra la luz para el afuera, el adentro, el aún, el todavía, la muerte en vida, la vida en vías de ser vida, la foto del fotógrafo, el ritmo del tiempo, emerger de la sombra como humano, mostrar hombre dormido, manta olvidada, pájaro perdido, paisaje que no está, tiempo muerto, pausa, inercia, cortina, siempre cortina, que no alcanza a separar el desamparo del abrigo, de la pasión, de la aventura.

El fotógrafo expone, que no es lo mismo que mostrar. Usa toda su experiencia con la ausencia para que el colchón abandonado sea cuerpo y la pileta mar siniestro. Deja un pedazo de lo que llaman realidad y entra en la paradoja de mostrarla y diluirla; desplazarla para que venga el poeta que hay en él y le diga que la foto es la foto, que de inmediato tiende a descartar su fuente para ser libre, lírica, más humana.

Revisando encontré unas pocas rejas y mucho encierro. Muchos hombres enfrentados a la tiniebla y la pobreza, movimiento que no se detiene aunque se atrape el minuto, y un talento sutil para estar tan adentro, quedándose afuera del prejuicio, adentro del lenguaje, haciendo estallar el periodismo para que nazca la metáfora. Actos de amor que son miradas, saberes de la ideología y compromiso que no necesitan proclamarse; se quedan en los rostros y las telas, historias detenidas y espacios atiborrados de cosas cotidianas, escondida la víctima y el victimario. Nada de neutro, sin embargo.

Afuera los ojos del fotógrafo, río de mundo que se mueve; adentro paciencia y corazón acelerado hasta que la cámara comprende el secreto de las cosas, los signos en los cuerpos, la lenta y dolorosa soledad de los espacios.



Con amor y respeto,


Chiqui González

Septiembre de 2014